lunes, 2 de septiembre de 2013



Dulce Hijo

El buen oficio del director Kornél Mundruczó lo lleva a presentarnos una cinta rigurosa y muy bien estudiada sobre la persona de un adolescente infractor. 

La deprivación emocional que vive el protagonista se refleja en su rostro, en sus expresiones, en sus actos, en la torva mirada. Hay algo de humanidad que no ha llegado a ser en él, algo que no llegó a habitar su alma.

Eso que lo convierte en un criminal, es decir aquello que ha faltado en su conformación psíquica, en su estructura subjetiva, lo que no le fue dado
. No actúa por un principio de maldad, no premedita, malévolamente sus crímenes.

Simplemente actúa como una especie de proto-respuesta desde el tejido aciago de su vida sin destino. Su mirada vacía sin embargo mira.

Dicho de otra manera sus actos le abren la posibilidad sórdida e imposible de un destino que difiere la muerte que él espera.

En el contexto de la historia puede identificarse también ahí un tardío y acaso inútil llamado, una desesperada posibilidad de sobrevivencia convocando al padre que no ha estado cuando hacía falta que estuviese. 

Es eso una de las formas de la deprivación emocional que trato de conceptualizar Winnicott, un faltante del deseo materno que transmite –nada- de manera inevitable.

Es también una deprivación de lo simbólico que no llega a su vida como resultado de una conjunción del deseo que no se realiza. Ella, la madre, lo cede como un objeto, lo deja en manos de las instituciones que no suplen el faltante activo del vínculo, el halito de vida.

El hijo de nadie no tiene como vincularse ni un deseo que oriente sus intercambios, esos que humanizan a la especie.

La violencia desatada se inicia entonces desde la madre para quién el lugar del padre solo lleva las huellas del abandono y la disolución. 

No reconoce en él al padre de su hijo, y solo sale a flote su existencia depresiva. Pero el padre aparece, y se cumple el destino trágico y a pesar de todo, el encuentro donde hay hijo.

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